jueves, 9 de junio de 2011

Los volcanes se encuentran entre los elementos naturales que mayor influencia tuvieron sobre el desarrollo de las culturas mesoamericanas, en especial de las que se encuentran en la faja que cruza el centro de la República Mexicana, en el llamado Arco Chiapaneco y en Centroamérica. Si bien cuando estos colosos desatan su fuerza provocan auténticas catástrofes, también es cierto que acarrean efectos benéficos para las sociedades que habitan a su vera. Las tierras cercanas a los volcanes poseen un alto grado de fertilidad debido a los nutrientes que contienen las cenizas que arrojan; las elevadas cumbres de varios de ellos les permiten ser generadoras de importantes caudales de agua, por medio de corrientes y manantiales, provenientes de su deshielo.
En la época prehispánica fueron además fuentes de materia prima, principalmente de rocas de la dureza adecuada para elaborar esculturas –las más de las veces de índole religiosa o asociada al poder político–, así como de obsidiana, roca volcánica que desempeñó un papel primordial en la vida cotidiana de las sociedades mesoamericanas y que, en cierto sentido, fungió como aglutinante de un amplio sistema de comercio que no sólo traspasaba las fronteras de las regiones en que se localiza este recurso, sino que transcendió en el tiempo.
En la actualidad los grandes volcanes de México están inmersos, como lo estuvieron con mayor vigor en la época prehispánica, en un elaborado complejo simbólico que lo mismo les confiere cualidades divinas –con lo cual son parte de la adecuada marcha del mundo– que les atribuye un talante humano. Se les veneraba y aún se les venera en varias regiones para solicitarles dones, la lluvia el principal, y pedirles calma; en la memoria de los hombres de estas tierras está impreso lo que esos colosos son capaces de hacer cuando desatan su furia. No son pocas las ocasiones en las que el despertar de alguno de los volcanes cambió el rumbo de la vida de las poblaciones que se asentaban en sus cercanías, al alcance de la caída de sus materiales o al paso de sus flujos. El ejemplo más notorio es Cuicuilco, importante población del Preclásico en la Cuenca de México, cuyo abandono a causa de la erupción del Xitle influyó en la historia subsecuente de los pueblos de la región. Estos eventos, que representan verdaderas tragedias para quienes son sus víctimas, dan lugar a depósitos arqueológicos de características excepcionales. No es que en Mesoamérica se cuente con un sitio de las características de Pompeya, pero si hay lugares, como el mismo Cuicuilco, el área de Tetimpa, en Puebla, y Joya de Cerén, en el Salvador, que al quedar cubiertos por efecto de erupciones volcánicas contienen información relevante para establecer secuencias cronológicas con mejor precisión y entender momentos específicos de las sociedades que los habitaban.
En México, los volcanes se han estudiado desde variados puntos de vista y en su investigación participan geólogos, vulcanólogos, arqueólogos, historiadores y antropólogos; lo mismo se atiende a su evolución natural que a su papel en la historia de las poblaciones prehispánicas y a la percepción que sus vecinos contemporáneos tienen de ellos. Este número de Arqueología Mexicana da cuenta de algunos de los trabajos en curso al respecto.

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